¿Qué izquierda queremos ser?
La reacción que ha tenido el grupo de Unidos Podemos, apoyada en algunos medios de comunicación y en lo que se autodenomina sector crítico del PSOE, a cuenta de la subida del 8% del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) que el Partido Socialista ha arrancado al gobierno del PP me hace retomar una reflexión que empecé hace meses y que tiendo a dejar con final abierto: el futuro de la izquierda española y su papel ante nuevos desafíos. Hoy añadiré carne al asador, pero no esperen de mi mucho más, pues carezco de la mínima capacidad de profetizar el mañana.
El mes de noviembre -me permito este preámbulo condescendiente- ha venido a demostrar las enormes posibilidades que tiene el Grupo Parlamentario Socialista de influir en las grandes decisiones políticas de nuestro país y en la oportunidad que la actual aritmética parlamentaria permite para deshacer los grandes recortes ideológicos y sociales que aprobó la mayoría popular en la pasada legislatura bajo pretexto de la incontestable crisis económica. A saber, hemos conseguido mediante acuerdos con el PP poner en marcha un gran pacto contra la violencia de género, paralizar las reválidas educativas y, ahora, la mayor subida del SMI en los últimos 25 años. Acordando con Podemos, y sumando en ocasiones a Ciudadanos y en otras a formaciones nacionalistas, empezar el camino que derogue la Ley Mordaza, la LOMCE y abrir el melón para combatir la pobreza infantil y la pobreza energética. En una semana haremos lo propio con la Reforma Laboral. Es difícil conseguir más en menos tiempo, y por ello hay un gran consenso entre los comentaristas de la actividad parlamentaria, ya sean conservadores o progresistas, que el PSOE es el grupo determinante en este contexto de minoría del gobierno popular.
El último asunto para disparar contra el PSOE desde la oposición morada y desde la oposición interna es el acuerdo entre PP y PSOE que permitirá subir, desde ya, un 8% el Salario Mínimo Interprofesional (SMI), pasando de 655,2 a 707,5 €. Este acuerdo se produce una semana después de que el Parlamento aprobase con los votos de PSOE, Podemos y grupos nacionalistas una Proposición de Ley que insta al gobierno a elevar el salario mínimo hasta los 800 € en 2018. Esta iniciativa morada fue, como digo, apoyada por el PSOE, pero está muy lejos de transformarse en una realidad. En primer lugar, establece la subida para el año 2018, no para el 1 de enero de 2017. Por otra parte, lo aprobado sólo obliga a tramitar y debatir la iniciativa, no a que se cumpla. Cuando esto se plantee los grupos parlamentarios presentaremos enmiendas, y luego será aprobado o rechazado en el pleno del Congreso y, en caso de aprobación se remitirá al Senado, caminando en la senda de tramitación que establece el artículo 90.1 CE. Finalmente, y tras conseguir un texto que pueda valer a PSOE, Podemos y Ciudadanos (o 20 votos de nacionalistas) y superar el retraso que obligará la mayoría del PP en el Senado, tendremos un proyecto. Pero para poder echarnos dicho acuerdo a la boca, aún tendremos que superar el probable intento del Gobierno de bloquear la iniciativa a través del denominado “veto presupuestario”. Total, que la iniciativa de Podemos con la que estamos de acuerdo en lo sustancial, está muy lejos de poder aplicarse a los españoles y españolas que hoy perciben el SMI, y por eso cobra más importancia el logro inmediato conseguido por el PSOE.
No entraré en si es suficiente o no. El PP no iba a aceptar ni un euro más, y en la política a veces hay que optar entre pájaro en mano o ciento volando. Nos quedarán meses de trabajo junto con Podemos y otras fuerzas parlamentarias para intentar un nuevo incremento en 2018.
Pero causa sorpresa, cuanto no indignación, la reacción que el “podemismo” ha tenido ante este importante logro. Pensemos que el SMI no lo sube el Parlamento, sino el Gobierno como establece el Estatuto de los Trabajadores, y el hecho de que lo haya negociado con el principal partido de la oposición demuestra la enorme dependencia que hoy tiene el Ejecutivo del PP del control y autorización del Congreso de los Diputados. Entendamos que dicha medida favorece directamente a casi 5,5 millones de trabajadores, y que en los últimos años han visto las subidas congeladas o aumentadas en un 1%. Estamos hablando, pues, de la primera subida muy por encima del IPC en todos los años de la crisis. Si Podemos quiere reivindicar que ellos para 2018 quieren una subida mayor, que lo haga. Pero que no discuta ésta, porque en su propuesta no hacía la mínima referencia a esta subida de 52,3 € mes (por 14 pagas) que se va a aplicar dentro de 20 días.
Sin embargo me parece que no estamos presenciando aquí un debate sobre una medida concreta que mejorará la vida, por poco que sea, de millones de familias de nuestro país. Por el contrario, celebramos un nuevo episodio del conflicto entre las dos formas de entender la política en la izquierda patria, a saber, el eterno debate de los herederos del “cuanto peor, mejor” que acuñó Lenin, y los pragmáticos que optan por conseguir mejoras mediante el acuerdo aunque esto conlleve no conseguir inmediatamente todo el programa máximo (siendo catalogados como traidores por los primeros, que los llevan a la orilla del conservadurismo). Lo cierto es que este asunto supera la militancia partidaria, existiendo en los cuatro grandes partidos de izquierda que hay en nuestro país, PSOE, Podemos, IU y ERC, sujetos activos de ambas maneras de comprender la acción política.
No sólo es estrategia, no. En la izquierda española sufrimos un enorme regusto por el fracaso. Nos encantan los perdedores, quizá porque los consideramos más humanos, o porque nos evocan a nuestra tradición de derrotas, o porque conectamos con esos eternos soñadores desafortunados que quisieron cambiar el mundo y que fueron perseguidos por ello. Aquí tenemos una izquierda romántica, en el fondo toda la izquierda lo es, que está más seducida por perder (y por lamentarse) que por ser útil a sus intereses ideológicos y transformar la realidad. Ni que decir tiene que a la derecha le encanta esta izquierda archiperdedora y plañidera. No niego que también a mí me genera cierta simpatía, pero mezclada de desencanto. Suele coincidir en este sector quienes lo ven todo mal, los que son incapaces de alcanzar un solo acuerdo porque todo lo que le suponga ceder para avanzar les suena a traición, y alguno con un permanente deseo de venganza hacia los demás (siendo los demás el resto de los propios: la otra izquierda).
Defiendo, desde que a finales del siglo pasado asistí al brutal enfrentamiento entre la izquierda de Anguita y el socialismo postfelipista, que la fuerza motriz de la izquierda española y de los progresistas en el mundo no puede ser el rencor ni la represalia, sino el deseo de igualdad. Y el respeto, como decía Fernando de los Ríos, como revolución pendiente. Solo así podremos encontrarnos, desde la comprensión de estrategias diferentes y de la comunión de objetivos.
Pero estos días en los que escribo no están hechos para profusas reflexiones ni para avanzar en coincidencias, muy al contrario. Vegetamos en la dictadura de Twitter, en la construcción de un relato simple y que resulte muy digestivo para que se pueda colocar en noticias que duran 20 segundos o que quepan en 140 caracteres. Sí, digestivos pero poco nutritivos para la conciencia individual y colectiva. Así, en prensa y en redes sociales los lectores vivimos abducidos por consumir mucha, pero no compleja ni completa, información. Hemos convertido la actualidad en cautiva de la oportunidad, subsidiaria del interés.
Las izquierdas no parecen poder o querer entenderse. La nueva izquierda, la que dice ser de los de abajo, la que algunos consideran que es la izquierda más vieja tras hacerse un lifting y quitarse 150 años, ha encontrado una eficaz fórmula para imponer nuestra actualidad, al servicio de su interés. Y decía que no solo es estrategia, pero hay mucho de estrategia. Así, si se asoma una iniciativa positiva de la otra izquierda, organiza una batucada de lo más atronadora para la que cuenta con un enorme ejército tocando al unísono, evitando que se pueda escuchar los matices de la flauta travesera. Todo vale para que no pueda brillar nadie más, para que nadie se abra camino entre su abrumador y repetitivo compás. Una estrategia atosigante que hemos sufrido los que nos esforzamos en explicar las diversas tonalidades que tiene cada decisión. Basta con activar la legión de perfiles anónimos.
Así, nuestra izquierda movida por la aversión a los matices y a los acuerdos, la que se alimenta de una justa indignación y que podría encauzarse hacia la transformación social y no a la captura de quienes pactan para conseguir avances, sepulta estos días los logros de nuestra izquierda menos impoluta pero más útil a los destinatarios de sus políticas. Pero: ¿y si probásemos a tocar juntos en un concierto para piano y violín, superando nuestras diferencias, y anteponiendo a los que decimos defender?